Me gustaría hacerles algunas preguntas —dice una de las mujeres. La alta. Su tono de voz es duro y tenso. Me recuerda un mendrugo de pan olvidado en el fondo del armario.
— ¿De qué se trata?
Ella frunce el ceño y se me queda mirando enarcando las cejas. —¿No serás por casualidad estudiante de bachillerato?
Sí. Estoy aquí haciendo un cursillo —le respondo.
¿Puedes llamar a alguien con más responsabilidad?
Voy al jardín en busca de Oshima.
Él toma despacio un sorbo de café para tragar lo que tiene en la boca, se sacude las migas de pan de las rodillas y acude.
— ¿Puedo ayudarla en algo? —pregunta Óshima afablemente.
—Trabajamos para un organismo que se encarga de investigar sobre el terreno, desde el punto de vista de la mujer, diversas instalaciones culturales públicas de todo el país para evaluar la facilidad de uso y la equidad en el acceso a éstas. Es decir, facilidad de acceso de las mujeres a las instalaciones —dice la mujer—. Es un estudio que estamos llevando a cabo durante un año, a lo largo del cual visitamos cada uno de los centros y estudiamos sus instalaciones para luego publicar un informe con el resultado de nuestras investigaciones. En este trabajo colaboran muchas mujeres y nosotras somos las encargadas de esta zona.
¿Le importaría decirme cómo se llama ese organismo? —pregunta Óshima.
La mujer saca una tarjeta y se la entrega. Oshima, sin cambiar la expresión del rostro, la lee con suma atención, la deposita sobre el mostrador, luego levanta la cabeza, clava la mirada en su interlocutora y le dedica una deslumbrante sonrisa. Una sonrisa tan magnífica que, de tratarse de una mujer más normal, habría enrojecido. Pero ella ni siquiera arquea una ceja.
—En conclusión, lo que quería comunicarle es que en esta biblioteca hemos detectado, por desgracia, algunos problemas —dice ella.
¿Se refiere usted a problemas desde el punto de vista de la mujer? —pregunta Oshima.
—Así es. Desde el punto de vista de la mujer —responde ella. Luego carraspea—. Y nos gustaría conocer la opinión de la administración de la biblioteca sobre estas cuestiones.
—En el caso que nos ocupa, la palabra administración es casi un poco exagerada, pero, si yo puedo serles de alguna utilidad, estoy a su disposición.
Bien. En primer lugar, ustedes no tienen lavabos de mujeres, ¿cierto?
—Sí. En esta biblioteca no hay lavabo de mujeres. Los lavabos son de uso compartido.
—Por mucho que ésta sea una entidad privada, al tratarse de una biblioteca abierta al público, ¿no cree usted que, ya por principio, los lavabos deberían estar separados?
—¿Por principio? —Óshima repite las palabras de su interlocutora como para cerciorarse.
—Sí. Los lavabos compartidos facilitan diversos tipos de acoso. Según nuestros estudios, la mayoría de mujeres se manifiesta terminantemente contraria al uso de lavabos compartidos. Éste es un caso claro de desatención hacia sus usuarias.
¿Desatención? —cuestiona Oshima. Y, por la expresión de su cara, parece que se haya tragado, por error, algo amargo. Evidentemente, las connotaciones de esa palabra no le gustan.
—Falta de atención deliberada.
¿Falta de atención deliberada? —vuelve a repetir él. Y reflexiona unos instantes sobre la brusquedad de esa frase.
En fin, ¿y qué opina usted al respecto? —pregunta la mujer conteniendo a duras penas la irritación.
Tal como puede usted observar, esta biblioteca es muy pequeña —dice Oshima—. Y, por desgracia, no tenemos suficiente espacio para construir unos lavabos para hombres y otros lavabos separados para mujeres.
Posiblemente, sería deseable que los hubiera, pero por el momento ninguna de nuestras usuarias se ha quejado. Por suerte o por desgracia, a nuestra biblioteca no acude tanta gente. Y si ustedes defienden el uso de lavabos separados, les sugiero que se dirijan a la empresa Boeing en Seattle y les expongan el tema de los lavabos en los Jumbo. Los Jumbo son mucho más grandes que esta biblioteca, están mucho más llenos de gente y, por lo que sé, a bordo los lavabos son de uso compartido.
La mujer alta entorna los ojos con expresión severa y se queda mirando a Oshima a la cara. Al entornar los ojos se le pronuncian los pómulos de ambas mejillas. Al mismo tiempo, las gafas se le deslizan por la nariz hacia arriba.
—El objeto de la investigación que nos ocupa no son los medios de transporte. ¿A qué viene mencionar ahora los Jumbo?
Dado que los lavabos de los Jumbo son de uso común y los de la biblioteca también lo son, si pensamos en términos de principios, los problemas derivados de este uso compartido son los mismos, ¿no es cierto?
Nosotros estudiamos las instalaciones de cada una de las instituciones. No hemos venido hasta aquí para hablar de principios.
De los labios de Oshima no se borra la plácida sonrisa.
— ¿Ah, no? Creía que estábamos hablando de principios.
Al parecer, la mujer alta se da cuenta de que ha metido la pata. Sus mejillas enrojecen un poco. Pero no se deben al sex appeal de Oshima. Ella intenta recuperar posiciones.
En estos momentos no es el problema de los Jumbo el que nos ocupa. No confunda usted las cosas sacando a colación lo que no tiene nada que ver.
—De acuerdo. Dejemos el tema de los aviones —dice Óshima—. Mantengamos los pies en el suelo.
Ella dirige una mirada hostil a Oshima. Toma una bocanada de aire y prosigue:
—Otra cosa de la que quería hablarle es de la clasificación de los autores por sexos.
—Sí, efectivamente. Este catálogo lo hizo mi predecesor y, no sé por qué razón, llevó a cabo una clasificación por sexos. Tengo intención de rehacerlo, pero aún no he podido disponer del tiempo necesario para ello.
—A esto nosotras no tenemos nada que objetarle —dice ella. Óshima ladea ligeramente la cabeza.
—Sin embargo, el problema es que, en todas las materias, los autores masculinos van delante de las autoras femeninas —explica ella—. Y a nosotras eso nos parece una injusticia, algo que va contra el principio de igualdad entre los sexos.
Oshima coge la tarjeta, la lee, vuelve a depositarla sobre el mostrador.
—Señora Soga —dice Oshima—. En la escuela, cuando pasaban lista, Soga iba delante de Tanaka y detrás de Sekine. ¿Puso usted alguna objeción a esto? ¿Exigió alguna vez que lo leyeran al revés? ¿Se enfada porque en el alfabeto la «ge» va detrás de la «efe»? ¿Piensa hacer la revolución porque la página 68 del libro va detrás de la 67?
—Esto es diferente —replica airada elevando el tono de voz—. Usted está todo el rato confundiendo las cosas de manera deliberada.
Al oírlo, la Mujer baja que sigue tomando notas ante la estantería se acerca corriendo.
—Confundiendo las cosas de manera deliberada —Oshima repite las palabras de su interlocutora como si las subrayara.
— ¿Lo niega acaso?
—Red herring —dice Oshima. La mujer llamada Soga se queda con la boca abierta, muda—. En inglés hay una expresión que se llama red herring. Se refiere a algo que capta el interés y que desvía la atención del terna central. Un arenque rojo. Lo que no puedo explicarle, sin embargo, con mis pobres conocimientos, es de dónde viene esta expresión.
—Sean caballas o arenques, usted está intentando eludir la cuestión.
O—Hablando con propiedad, lo que yo hago es una analogía Óshima—. Según Aristóteles, se trata de uno de los más eficaces métodos en el arte de la oratoria. Los ciudadanos de la antigua Atenas utilizaban y disfrutaban cotidianamente de este engaño intelectual. Claro que es una verdadera lástima que, en la Atenas de aquella época, la definición de ciudadano no incluyera a las mujeres.
— ¿Se está burlando de nosotras?
—A lo que yo me refiero es a lo siguiente. Si ustedes tienen tiempo para ir a una pequeña biblioteca de una pequeña ciudad, husmear por todas partes y tratar de poner pegas a cómo están los lavabos y las fichas catalográficas, también podrían encontrar otras maneras más efectivas de defender los justos derechos de las mujeres de este país. Nosotros nos desvivimos para que esta biblioteca sea de alguna utilidad en la región. Hemos reunido una excelente colección de textos para gente que ama los libros. Ponemos todo nuestro corazón en el trato con el público. Quizás ustedes no lo sepan, pero nuestra colección de estudios y documentos sobre poesía, que abarca desde la era Taisho hasta mediados de Shówa, goza de una gran reputación en todo el país. Tenemos defectos, por supuesto. Y también limitaciones, eso ni siquiera hace falta decirlo. Pero hacemos cuanto podemos. Fíjense más en lo que hemos conseguido y menos en lo que no hemos podido conseguir. ¿Acaso no reside en esto la justicia?
La mujer alta mira a la baja y la baja alza la vista hacia la alta. Entonces la baja habla por primera vez. Su voz es aguda y chillona.
Lo que usted está haciendo, en definitiva, es eludir la cuestión empleando argumentos vacíos para no tener que asumir la responsabilidad que le toca. En realidad, lo que está usted llevando a cabo no es más que un pobre intento de autojustificación. Usted es un patético ejemplo histórico de macho falócrata.
Patético ejemplo histórico —repite Oshima impresionado. Por el tono de su voz, parece que le gusta bastante cómo suena la frase.
Es decir, que usted es el típico macho machista —dice la alta, incapaz de contener la ira.
Macho machista —repite de nuevo Oshima.
La baja, ignorándolo, prosigue:
Usted esgrime pretextos machistas baratos formulados para seguir manteniendo inalteradas sus prerrogativas sociales, rebaja usted a la mujer como género a una ciudadanía de segunda categoría y pretende despojar a las mujeres de sus derechos legítimos. Quizá su postura sea más inconsciente que deliberada, pero este hecho, a mi parecer, agrava todavía más su delito. Usted quiere preservar sus privilegios como macho a costa del sufrimiento de la mujer. Y esta falta de conciencia inflige un perjuicio indecible tanto a la mujer como a la sociedad en su conjunto. El tema de los lavabos y de la catalogación de las fichas no es más que un pequeño detalle, por supuesto.
Pero donde no existen los detalles no existe el todo. Y empezar por los detalles es la única forma posible de erradicar de esta sociedad la falta de conciencia que la lastra. Éste es nuestro principio de actuación.
—Y así es como siente cualquier mujer bien nacida —añade la otra con semblante inexpresivo.
—« ¿Cualquier mujer bien nacida no actuaría así, al comprobar las desgracias paternas, las que compruebo yo de día y de noche que se acrecientan más que menguan?» —dijo Oshima.
Las dos, una junto a la otra, permanecen mudas como un iceberg.
—Electra, de Sófocles. Una obra maravillosa. La he releído muchas veces. A propósito, la palabra «género» es, ante todo, un término gramatical. Para expresar la diferencia física entre hombres y mujeres, creo que sería más exacta la palabra «sexo». En este caso, se hace un uso erróneo de la palabra «género». Son unos pequeños detalles lingüísticos, claro está. —A esto le sigue un silencio gélido—. Sea como sea, lo que dicen ustedes está equivocado de base —comenta Oshima con tono calmado pero tajante—. Yo no soy un patético ejemplo histórico de macho machista.
¿Y podría explicarnos de una forma fácil de entender dónde reside esta equivocación de base? —pregunta la mujer baja con aire desafiante.
Sin analogías ni alardes intelectuales, por favor —agrega la alta.
De acuerdo. Voy a explicárselo de una manera sincera y fácil de entender, sin analogías ni alardes intelectuales —dice Oshima.
Se lo ruego —dice la alta. Y la otra asiente con un conciso gesto afirmativo.
—Pues, en primer lugar, porque yo no soy un hombre —declara Oshima.
Las dos se quedan sin palabras, perplejas. También yo contengo el aliento y le echo una mirada rápida a Oshima, a mi lado.
—No haga bromas estúpidas —replica la mujer baja tras un intervalo. Pero da la impresión de que lo dice sólo por decir algo. Sin convicción.
Oshima se saca la cartera del bolsillo de sus pantalones, extrae de ésta un carnet plastificado y se lo da. El carnet incluye una fotografía. Al parecer, es el carnet de identificación personal de algún hospital. La mujer baja lee lo que pone en el carnet, frunce el ceño y se lo entrega a la alta. Ésta lo lee a su vez y, tras dudar unos instantes, se lo devuelve a Óshima con cara de estar pasándole un mal naipe.
¿Quieres verlo tú también? —me pregunta Oshima. Sacudo la cabeza en ademán negativo. Él introduce el carnet en la cartera y se la guarda de nuevo en el bolsillo de los chinos. Luego, deposita ambas manos sobre el mostrador.
Por lo tanto, como ustedes han podido comprobar, tanto desde el punto de vista biológico como desde el punto de vista legal, yo soy, sin ningún género de dudas, una mujer. Lo que significa que sus afirmaciones están equivocadas de base. Es evidente que yo no puedo ser el típico macho machista.
—Pero... —La mujer alta empieza a hablar, pero no logra encontrar las palabras para proseguir. La baja mira al frente con los labios apretados, dándose tirones a la manga de la blusa con la mano derecha.
Sin embargo, aunque tenga un cuerpo de mujer, mi mente es totalmente masculina —prosigue Oshima—.
Yo, desde el punto de vista psicológico, vivo como un hombre. Por lo tanto, podría ser cierto aquello que ha dicho usted del ejemplo histórico. Tal vez yo sea un redomado sexista. Pero, aunque tenga este aspecto, no soy lesbiana. Mis preferencias sexuales se decantan por los hombres. Es decir, que aunque sea una mujer, soy gay. Jamás he usado la vagina, siempre practico el sexo anal. Mi clítoris es sensible, pero mis pezones no demasiado. No tengo la menstruación. ¿Qué voy a discriminar yo? ¿Me lo pueden explicar?
Los tres nos volvemos a quedar sin palabras. Enmudecemos. Alguien carraspea y el sonido resuena por la estancia de un modo improcedente. El tictac del reloj de pared suena más fuerte y más seco que nunca.
Lo siento en el alma, pero antes me he quedado a media comida —dice Oshima risueño—. Estaba comiéndome un rollito de atún y espinacas. A medio rollito, ustedes me han llamado y yo he venido. Si lo dejo mucho rato, tal vez aparezca algún gato del vecindario y se lo coma. En esta zona hay muchísimos gatos. Porque mucha gente abandona a los gatitos en un pinar que hay en la playa. Así que, si no les importa, voy a seguir con mi almuerzo. Ustedes procedan como si estuviesen en su casa. Esta biblioteca tiene las puertas abiertas a todos los ciudadanos. Mientras no incumplan las normas de la biblioteca ni molesten a los lectores, son libres de hacer lo que deseen. Observen lo que quieran y todo el tiempo que quieran. Son libres de escribir lo que deseen en su informe. Claro que, posiblemente, a nosotros nos traiga sin cuidado. Jamás hemos recibido subvención ni indicación alguna. Siempre hemos hecho las cosas de la manera que nos ha parecido más acertada. Y es lo que, además, pretendemos seguir haciendo.
Al irse Oshima, se miran la una a la otra en silencio y, a continuación, las dos me miran a mí. Tal vez piensan que soy el novio de Óshima. Yo sigo ordenando las fichas catalográficas sin decir nada. Las dos susurran un rato junto a las estanterías, pero pronto recogen sus cosas y se van. La expresión de sus rostros es muy dura. Al recoger las mochilas en el mostrador ni siquiera me dan las gracias.
Kafka en la orilla
Haruki Murakami
No obstante, cuando nos sintamos ofendidos por una afrenta, ya sea de tipo desigualdad de género (o sexo, como corrige Oshima) o de cualquier otro tipo, mucho más sano sería nuestro mundo si en vez de prejuzgar nos parásemos a pensar. El texto es un ejemplo, pero en nuestra vida cotidiana, a poco que pensemos, encontraremos mil situaciones. Que nuestro mundo sea más sano depende de todos, y seguro que yo tengo un granito de arena que aportar, como ofendido o como ofensor. Pues lo aporto.
No hagamos lo antinatural de lo natural. Las cosas, con educación desde que tenemos uso de razón, salen solas. No hagamos leyes de (dis)paridad o (des)igualdad. ¿Por qué tiene que haber el mismo número de mujeres que de hombres en un gobierno? ¿No sería discriminatorio para muchas mujeres el tener que quedarse fuera de un gobierno porque tienen que entrar el mismo número de hombres? Sentido común, el menos común de los sentidos.
Sos quiero, mucho, PN